Entrado ya noviembre, con el silencio del invierno
sobrevolando la casa, me he quedado mirando la luz que entra en la cocina, la
luz quieta, incisiva, que va tomando el banco, liberando las cosas de su
sombra, poniendo unas manzanas en el plato, dibujando la leve silueta de una
rama de menta sumergida en un búcaro, encendiendo la flor que me brinda la
antigua buganvilla detrás de los cristales. La luz, la misma luz. Es ella la
que habita mi casa cuando yo no estoy, la misma que una vez encendió el día a
día de otras vidas, la misma que sacaba de la nada partículas de polvo flotando
en las estancias con su interrogación vacía.
Siempre he pensado que las casas tienen vibraciones, que la
energía de la gente que las habitó se queda flotando por la alcobas. Por eso
decidí quedarme en esta, para conservar los recuerdos que habitan en ella, los
recuerdos, los fantasmas y la luz sobre estas paredes, la luz indestructible
que enciende los veranos de mi infancia.
Decía Julio Cortázar que uno se explica los fantasmas por el
deseo de volver a las casas que habitamos. Yo también. ¿Cómo no regresar del
más allá para asistir otra vez al milagro de la luz sobre las cosas? ¿Cómo no
percibir en las casas la historia de los pasos que se dieron en ella: qué
platos se rompieron, qué grifo goteó en medio de la noche, que pájaro quedó
atrapado entre la persiana y el cristal una tarde de invierno, cuántos troncos
ardieron en la chimenea o quién hizo el amor en esa cama. Por eso permanezco.
El olor de los jazmines, el eco de las risas y la loza en
las cenas de verano, el crujido de la avena seca, el brillo de la luz sobre la
puerta de pino, son más hogar que cualquier casa. No sólo lo que se ve, sino lo
que en cada recoveco de estos cuartos, reaparece adherido a una experiencia.
Volver no es regresar a un lugar concreto, sino respirar un aire, dejarse bañar
por una luz que conocemos y que nos cambia, la que seguirá regresando a
encender el zócalo de la cocina cuando yo ya no esté para observarla. La luz,
la misma luz, mirad, miradla.
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