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Empezar IV



Cuando yo iba al instituto el curso empezaba casi en octubre. Entre bienvenidas, presentación de asignaturas y puentes, nos plantábamos prácticamente en noviembre: abrigados con bufandas y gorros, con botas y leotardos, enamorados ya del chico de la última fila o enemistados con el tonto de la clase de al lado. Casi todo el tiempo nos dedicábamos a contemplar el vuelo de las moscas mientras el mundo se detenía a nuestro alrededor. Hoy echo la vista atrás y contemplo ese paréntesis que fue mi vida, esas horas en blanco que fueron muchas veces mis años de educación secundaria, para intentar ver si saqué algún provecho, para contarles a mis alumnos nuevos qué fue lo que aprendí y qué es lo que me gustaría enseñarles este curso.
No recuerdo muy bien las horas concretas pasadas entre aquellas paredes, tan sólo un conjunto de sucesos aislados y un edificio con puertas y árboles donde aprendí a socializarme, a enamorarme y a desenamorarme, a conseguir que la clase comprendiese la importancia de ir a una huelga, a convencer a los profesores de que nos cambiaran la fecha del examen, a elaborar una revista cultural y los artículos que la acompañaban, a crear un grupo de música que nunca debutó, a ser otro en la piel de un personaje encima de un escenario, a ser ese otro también cuando entraba por la puerta de dirección dispuesta a convencer al profe de que yo no había sido. Aprendí que los libros obligatorios siempre saben amargos, pero que los que están prohibidos saben a gloria, que las épocas y los nombres de los reyes o de los autores o de los presidentes no se quedaban en mi cabeza de ninguna manera, pero sí la música de los versos que nos recitaba aquel profesor bajito al que no queríamos mucho y cuyo nombre he olvidado. Aprendí a ayudar a una compañera que lloraba en medio del pasillo porque la habían expulsado injustamente de clase, a escuchar risas en la fila de atrás  y sobreponerme a ellas cuando salía a la pizarra, a escribir poemas contando las historias que me contaban mis amigas para luego regalárselas, a dejar mensajes a mis enemigas en los azulejos del cuarto de baño del segundo piso. Aprendí que con una sonrisa te hacían antes las fotocopias, que si pedía perdón me devolvían esa sonrisa, que la poesía era un refugio en el que resguardarme cuando había bronca o cuando un amor se acababa, que la poesía traía de nuevo a mi rostro esa sonrisa que iba de aquí para allá, la que se me dibujaba cuando el compañero de clase tiraba una bola de papel a la pizarra, la que se me venía cuando ese mismo compañero se giraba para comprobar que yo lo hubiera visto. Aprendí también que no todas las clases son necesarias pero que lo que sí necesitamos es pasar nuestro tiempo con otros. También aprendí el nombre de algunos escritores favoritos, las fechas en las que sucedieron algunos acontecimientos importantes, aprendí palabras divertidas, complejas, extranjeras, aprendí a respetar a los que están a mi lado y a luchar con ellos. Aprendí tantas cosas que temo que se me termine el papel. Ninguna de ellas fue cuantificable, no obtuvo calificación, no me llevó a ser una mujer rica o de éxito. Pero creo que es lo único a lo que puede aspirar la escuela: a enseñar a vivir un poco mejor la vida que nos ha tocado, a sentir curiosidad por las cosas, a reafirmarnos en nuestros gustos, a canalizar nuestras pasiones, a compartir nuestro tiempo. Siempre que empezaba el curso sentía una cosquilla de privilegio en el estómago. Se acababa el verano, pero empezaba una etapa nueva y emocionante. Habría que madrugar, estudiar, hacer deberes, transportar la pesada mochila hasta el instituto, sí, pero a cambio, a cambio se venía una de las mejores épocas de mi vida.
Ahora que empieza el curso, procuro no olvidar todas esas cosas que aprendí, las pienso cuando me pongo delante de sus pupitres, cuando no me atienden en clase, cuando me hacen una pregunta difícil, cuando rompen a llorar porque han tenido que leer un texto delante de todos. Las pienso y las recuerdo, no para enseñárselas a ellos, sino, como ya he escrito alguna vez, para acompañarles mientras ellos las van aprendiendo.

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