Ir al contenido principal

Escribir por la mañana

“… es la mañana lo que nos hace creer. Siempre hay que partir al alba cuando se camina. Para acompañar la salida del sol. Y en  esa hora indecisa, en esa hora azul, se siente como el balbuceo de la presencia. Andar por la mañana significa reconocer la pobreza de nuestra voluntad, en el sentido de que querer es lo contrario de acompañar”
A propósito de Thoreau, Frédéric Gros, Andar una filosofía.

El aire de las cosas aún no hechas se mueve entre las copas de los pinos. Es una brisa fresca y olorosa que despierta a las ramas con su canto de siglos. Es el mismo de todas las mañanas y es siempre distinto. Los pájaros dormidos asisten a este rito, lo cantan, lo celebran en un idioma indescifrable. Todo parece ordenado y limpio, azul clarísimo, casi blanco. Atrás queda el desorden de la noche turbia, de los sueños y las sombras acechantes, atrás queda el silencio de las horas dormidas. Cantar es celebrar que todo empieza de nuevo y que se abre ante nosotros la ilusión de un nuevo principio. Por eso escribo de día.
No es una cuestión de contrarios, sino de contrapuntos. Tras la noche del tiempo lectivo, la luz de los días en blanco; tras el mudo desconcierto de las sombras, la agudeza implacable del sol; tras la quietud, el transcurrir del tiempo.
Suenan los primeros compases en la partitura del día. Efervescencia de trinos en los árboles: música de la mañana. El zureo en cascada de las palomas es la base del tema. El sonido de las teclas de mi ordenador, su percusión. Y el mirlo que se impone como el gran solista.
Escribo por las mañanas porque todo despierta conmigo, también las palabras. Porque quiero cantar a lo que empieza, a lo que no termina, a lo que gira. Escribo por las mañanas porque la luz, por el todavía, porque no encuentro mejor manera de acompasarme al mundo, de acompañar al mundo y desprenderme del yugo de la voluntad, del lastre del deseo. Escribo por las mañanas porque estoy despierta y eso me permite estar atenta a todo lo que pasa.
Después levanto la cabeza del ordenador y miro. Una hoja de níspero ha caído sobre la hierba húmeda. Ha hecho un sonido sordo y seco, como si concluyera el primer acto.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El yogur

Es mayo, treinta y uno. El sol sobre las cosas es aún el gesto despistado que una mano dibuja al despedirse.  Tú comes un yogur sentada junto a mí en el banco del parque. Yo miro alrededor y pienso en cómo hacer para parar ese ahora que pasa a toda prisa. Vivir con más conciencia cada paso. Sentir la intensidad de este momento. Tú comes el yogur muy lentamente, mojando la cuchara con la punta, ajena a todo aquello que yo pienso. Si seguimos así, el yogur durará hasta que se haga la hora de comer. Por un momento siento la tentación de darte prisa, de coger la cuchara y cargártela más. Qué tontos los adultos, cómo pasa delante de nosotros esa sabiduría que albergamos de niños. Vivir la eternidad consiste en eso: tardar más de una hora en comer un yogur.

París es una enorme metáfora

Viajar a París es, también, habitar el interior de un libro, transitar páginas que son calles, perseguir las huellas de los personajes, en mi caso de Horacio y de la Maga.”Huella y aura. La huella es el anuncio de una proximidad, por lejano que esté quien la dejó. El aura es el anuncio de una lejanía, por cerca que esté lo que la evoca. Mediante la huella, nos apropiamos de la cosa; mediante el aura, la cosa se apropia de nosotros”. La cita es de Walter Benjamin, de un librito con apuntes sobre la ciudad de París recientemente comprado en el Gu gg enheim de Bilbao y llevado de mi mano hasta el Louvre. Al fin y al cabo -aquí también- todo está lleno de puentes. Buscar correspondencias, que cada cosa remita a otra -un rostro a otro rostro, una frase a otra frase- es, en palabras de Benjamin, la verdadera esencia del flaneur . Y como tales nos dejamos llevar por las calles heladas y su fragor navideño. Escribe Proust: “Entonces, totalmente alejado de esas inquietudes liter
  “Quien educa tiene un jardinero en su interior porque siembra la semilla de la curiosidad para que sus alumnos florezcan por dentro” Santiago Beruete (Aprendívoros) Una de las mejores sensaciones que conozco es la de entrar a una clase por primera vez. Cruzar la puerta, encender la luz, situarse delante de la pizarra, y mirar todas esas caras nuevas que esperan a ver qué les cuentas. Durante unos segundos, el mundo se detiene en el vuelo de los dados que un dios desconocido lanza al aire. Hay un silencio expectante que espera una palabra, un gesto, una sonrisa, una mano tendida o un sonido que vuelva a poner el mundo en marcha. Es un silencio que no se volverá a repetir en todo el curso. No de la misma manera. Es el silencio compartido que dibuja en el aire un grupo de desconocidos que te mira desde sus pupitres mientras tú los miras a ellos. Sabes que vais a pasar mucho tiempo juntos, que en unos minutos el rumor de los pupitres se irá convirtiendo en algarabía. Sabes que vais a com