El domingo amanece vacío. No hay nada que
amenace con sus exigencias horarias la armonía feliz de esta mañana. No hay
prisa por llegar a ningún sitio. No hay tareas pendientes (o al menos no
demasiadas). No hay ninguna pulsión, ningún desasosiego, ninguna distracción.
Nada. Percibo esta sensación al abrir los ojos, aún en la penumbra de la
habitación. Me digo: ¡nada!, y el
tiempo se me llena de paisajes y cuerdas, de aromas y peldaños, de sonrisas y
dedos, de objetos y de notas, yo que sé, de todo lo posible o por venir. Y también
de palabras.
Una veta de luz alcanza mis pestañas. Y
pienso en escribir. En volver a poner, una tras otra, palabras porque sí, en
llenar esa nada con renglones. Las letras dejarán su incorpórea verdad e irán trazando
su palacio de tinta, su bosque de pequeños claroscuros, su horizonte de
acentos. Ellas, que tampoco son nada, serán dentro de un rato mañana en la
mañana, aceite sobre el pan, aroma de café, vapor de agua.
Amanece vacío mi domingo. Vacío pero lleno de
palabras. Una extraña alegría sonora, pertinaz, embriagadora inunda mis oídos al
compás de su ritmo, al compás de su son y de mis pasos. No hay nada más aquí. El
tiempo, una palabra. Palabra, el escritor, el mago que transforma palabras en
palomas, el paciente arquitecto que construye su universo intangible de
columnas palabras y párrafos dinteles. Vacío era hace un rato este breve recuadro.
Ahora las palabras, su prodigio.
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