Tras varios aguaceros, los días luminosos de diciembre
amanecen más limpios, más brillantes: el aire recién lavado arrastra en su
camino transparente olor a ropa limpia, a lentos desayunos junto a la estufa.
Las calles están desiertas, congeladas, ni tristes ni alegres. Nada. Ni coches
ni transeúntes. Pueden más el silencio y la quietud. Porque hay algo antiguo en
los días festivos del mes de diciembre. Una mezcla de nostalgia y duración, de
adiós y permanencia, una nítida conexión con el pasado que viene de la luz, de
saber que esta luz estuvo siempre, de saber esta luz de una forma difusa y no
verbalizable.
Aunque a ratos lo intento: breves notas a mano en la libreta
que siempre llevo encima (…estas luces de
mayo: ¿desde cuándo?...); esbozos de poema (¿Hace el frío más nítidos los soles?) o fragmentos de prosa
inacabados: ¿Cómo no iba a intentar
hacerla mía, evitar que se escape cada vez la blanca sensación que otorga a la
mañana esta dureza arcaica, este sol que bendice? ¿Cómo no imaginarse en la
continuidad de un ciclo en que la luz es lo que permanece?
Quizás es que la maleza de los días con sus infinitas
obligaciones no nos deja mirar, que bastan unas horas para limpiar la pátina
gris que los días rutinarios van depositando en los cristales de la vida. O
quizás es que el poeta no puede mirar las cosas sin interpretarlas. Tampoco importa
demasiado: la luz que aún entra tímida por mi ventana, en este amanecer lento y
callado de diciembre, me ha devuelto a ese instante de íntima conexión, la
feliz paradoja de marcharse y volver concentrada en el sol que inunda el patio
de manzanas, las ganas de alumbrar con las palabras esta suerte de estar,
apenas una hebra en el ovillo infinito del tiempo: aquí, ahora, sorteando las
sombras, rodeada de luz.
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