Donde anduvo la
vida, junto a esta cornisa de rocas que es límite y costura, junto al mar, planean
hoy mis pensamientos: violetas, hinojos, siemprevivas…, sus sílabas libando mis
oídos, el polen de su origen, la miel de sus fonemas. Contemplo, miro y nombro:
aladierno, coscoja, cantueso y aliaga, pues trato de encerrar o capturar,
aunque sea entre letras, la inmensa plenitud de este momento.
Es sábado y camino junto al mar. ¿Qué más puedo decir? Arrecife, quizás, y acantilado; oleaje, horizonte, piedra y sal; arroz y cormorán y escarabajo. Y también utopía: a veces el lenguaje parece más endeble que el instante. Al cabo todo tiene que morir: el presente y su dicha, y hasta la exquisita mentira del lenguaje. También las siemprevivas.
Siempre amé las palabras: sin ciencia y sin reservas, su música estallando entre mis dientes, su disparo de niebla. Siempre vivas vinieron las palabras a darle doble vida a lo vivido o a contarme la historia de su origen sin que yo lo supiera.
Ahora los temarios de los Boes con sus tercos currícula me obligan a partirlas, a usarlas, a ordenarlas, a operar su cadáver en la morgue de la verde pizarra. Ya casi soy experta: disecciono lexemas y morfemas, analizo alomorfos y vocales temáticas, desinencias verbales, prefijos y sufijos, comprendo parasíntesis, trafico con el alma inocente y confusa de los verbos. ¿Serán nuestros alumnos capaces de admirar la prodigiosa, germinal entereza que se esconde en las palabras después de tanta víscera y tanta casquería?
Pregunto y no hay respuesta: el eco de las olas en la orilla me devuelve susurro y espuma y eslabón, sirena y espejismo. Me deshago en la arena de las eses. Salitre y lontananza, desvelo y tornasol y caracola. No matemos palabras. Sigámoslas cantando, diciendo catalejo, clepsidra y archipiélago, y amor y arrebolado, por si alguien descubre su música secreta y decide emplearlas para hacer más hermoso el tiempo que habitamos.
Es sábado y camino junto al mar. ¿Qué más puedo decir? Arrecife, quizás, y acantilado; oleaje, horizonte, piedra y sal; arroz y cormorán y escarabajo. Y también utopía: a veces el lenguaje parece más endeble que el instante. Al cabo todo tiene que morir: el presente y su dicha, y hasta la exquisita mentira del lenguaje. También las siemprevivas.
Siempre amé las palabras: sin ciencia y sin reservas, su música estallando entre mis dientes, su disparo de niebla. Siempre vivas vinieron las palabras a darle doble vida a lo vivido o a contarme la historia de su origen sin que yo lo supiera.
Ahora los temarios de los Boes con sus tercos currícula me obligan a partirlas, a usarlas, a ordenarlas, a operar su cadáver en la morgue de la verde pizarra. Ya casi soy experta: disecciono lexemas y morfemas, analizo alomorfos y vocales temáticas, desinencias verbales, prefijos y sufijos, comprendo parasíntesis, trafico con el alma inocente y confusa de los verbos. ¿Serán nuestros alumnos capaces de admirar la prodigiosa, germinal entereza que se esconde en las palabras después de tanta víscera y tanta casquería?
Pregunto y no hay respuesta: el eco de las olas en la orilla me devuelve susurro y espuma y eslabón, sirena y espejismo. Me deshago en la arena de las eses. Salitre y lontananza, desvelo y tornasol y caracola. No matemos palabras. Sigámoslas cantando, diciendo catalejo, clepsidra y archipiélago, y amor y arrebolado, por si alguien descubre su música secreta y decide emplearlas para hacer más hermoso el tiempo que habitamos.
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