Viajar a París es, también, habitar el interior de un libro,
transitar páginas que son calles, perseguir las huellas de los personajes, en
mi caso de Horacio y de la Maga.”Huella y aura. La huella es el anuncio de una
proximidad, por lejano que esté quien la dejó. El aura es el anuncio de una
lejanía, por cerca que esté lo que la evoca. Mediante la huella, nos apropiamos
de la cosa; mediante el aura, la cosa se apropia de nosotros”. La cita es de
Walter Benjamin, de un librito con apuntes sobre la ciudad de París recientemente
comprado en el Guggenheim de Bilbao y llevado de mi mano hasta el
Louvre. Al fin y al cabo -aquí también- todo está lleno de puentes.
Buscar correspondencias, que cada cosa remita a otra -un
rostro a otro rostro, una frase a otra frase- es, en palabras de Benjamin, la
verdadera esencia del flaneur. Y como
tales nos dejamos llevar por las calles heladas y su fragor navideño. Escribe
Proust: “Entonces, totalmente alejado de esas inquietudes literarias y
obviándolas por completo, de repente un tejado, un reflejo de sol sobre una
piedra, el color de un camino, me detenían por el extraño placer que me
proporcionaban, y también porque parecían ocultar algo detrás de sus apariencias,
algo que me invitaba a descubrir y que a pesar de mis esfuerzos no lograba
vislumbrar”.
El hilo del Sena –que es también el hilo de mis pensamientos-
se extiende hasta el museo de Orsay: La
catedral de Rouen, de Monet. No sólo comprender: intentar atrapar ese
instante preciso, esa determinada luz a esa determinada hora en ese lugar
concreto en esa época del año. Querer saber incluso el día de la semana en que
esa luz sucedía y también el año. El espectador busca en su maleta de
experiencias una luz similar y las asocia. Sigue transitando puentes. El de les Arts está lleno de candados que
simbolizan, en toda su ingenuidad, el amor eterno de los enamorados. La moda se
ha extendido a otros puentes como una plaga bíblica. Lo dijo Cortázar: “París
es una enorme metáfora”. Para Benjamín, sin embargo, es “la realización de un
viejo sueño de la humanidad: el laberinto”.
Los rostros inabarcables de las mil razas que pasean por
París conforman mi propio laberinto. Mi metáfora. Tanta coincidencia en tanta
disparidad debe significar algo. Tiene que significarlo. Por lo demás: palomas,
tejados con buhardillas, iglesias, palacios, islas, abrigos y paraguas,
pequeños cafés acristalados, galerías y pasajes, torres, tickets de metro. Un
libro o una película. Embriaguez de
reminiscencias. Las notas del librito de Benjamin se enlazan con las
líneas. Cruzan puentes. Ríos. Cremalleras. Se quedan silenciosas para abrirse
más tarde: “La lectura de esos libros perfila una segunda existencia,
plenamente predispuesta a la ensoñación. Lo leído se materializa en los paseos
vespertinos, previos al aperitivo”. Algunas frases de Benjamin se pegan a mis
dedos. Como el aura de París: herrumbrosa y glacial pero adhesiva. “Todo el
mundo es muy sucio y hermoso en París” le dice la Maga a Rocamadour. París es
como un libro. Como un cuadro. Pinceladas de luz sobre un fondo gris. Desvaídos
trazos de presente en la memoria.
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