Junto a una luz que se va
vemos más intensamente,
que junto a un pábilo
que perdura.
Hay algo en el vuelo
que aclara la vista
y embellece los rayos.
Emily Dickinson
Son las 18.47 de la tarde. Domingo. Los días ya alargan un
poco. Pero enero. Hace apenas un rato todavía podía verse entre las nubes un
pequeño destello de lo que fue el día que ahora termina, una minúscula marca de
luz entre las nubes. Apenas pasan coches. Los domingos son así. Parecen tumbas.
A veces he pensado que la muerte se debe parecer a una tarde interminable de
domingo. Sin embargo, estoy viva, reluciente de vida, y leo a Emily Dickinson.
La leo rápido, sin detenerme apenas. Saltando entre los poemas. Casi sin pausa.
La leo sin entenderla del todo, pero sonriendo. Me sorprenden el sentido del
humor, las finas ironías. Aunque me abruma lo que en la traducción me pierdo.
Porque el inglés. Incluso el español. Es raro. A veces intento explicarlo en
clase, pero no sé si me entienden. Les digo que para que un poema te hable no
hace falta entenderlo. Les explico que hay poemas muy queridos por mí cuyo
significado no podría explicar. ¿Para qué los lees entonces? ¿O cómo puedes
saber si te gustan? No sé. Supongo que ése es el misterio. Que ése es el
misterio que me gusta. La paradoja. Leemos poesía para descifrar el mundo, para
comprenderlo mejor, para conjurar los miedos, para redoblar emociones. Pero
nada de eso nos es dado en la poesía. Leemos poesía por muchos motivos. Y ninguno se
cumple. Sin embargo, esta tarde,
mientras el último rayo de luz se evapora entre las nubes yo leo a Emily
Dickinson. Ella está en su habitación en
Nueva Inglaterra escribiéndole a esa luz que ahora se extingue. Una cosquilla
de privilegio me recorre el espinazo. La siento cerca. Encerrada en esta
habitación. Mirando conmigo la tarde que se apaga. Levanto la vista del libro,
como queriendo encontrar detrás de ese encuentro alguna respuesta, una
enseñanza, algo que me ayude a comprender mejor el vacío. Pero no hay nada.
Sólo vacío. Tan sólo ese momento de feliz comunión. Supongo que ahí está la explicación.
La poesía no da respuestas. Pero logra hacer más dulce la herida de nuestras
preguntas.
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